Unos días atrás hablaba con alguien del ruido. Ese molesto ruido alrededor de la realidad y del que he hablado otras veces. Un ruido que no te deja pensar y que te atosiga, te ahoga, te quita las ganas de hablar porque reina la insensatez, la mediocridad de opinión y la peor mediocridad interpretativa. Termina cayendo uno en el silencio elegido, en la opción de callar y observar, sabiendo que en la vorágine casi nadie se detiene ya a pensar, que casi nadie quiere escuchar algo que no sea su propia desesperación - muchas veces creada -, que nadie quiere entender, que solo quieren la píldora mágica que vuelva todo como en la publicidad que inunda las mentes de vidas plenas y pulcras, trópicos sin calor que atosiga, amores que no duelen y crisis que se superan a punta de conspiraciones universales de color de rosa.
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Luego pasa lo que pasa. En nuestra cara todo se cae a pedazos y los destructores se ríen mientras juegan con los pedacitos que apenas se habían construido. Y toca ver cómo, entre el ruido, entre la suciedad, adonde parece que nada crece, es menester intentar sembrar, abonar, tirar agua, sacudir el polvo. Algo.
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