domingo, 28 de septiembre de 2014

De impunidad y la fe.

A una niña de nueve años la violan y la matan. A la gente le duele, le indigna y espera que se haga algo. Por Dios, es una niña, DEBE hacerse algo. Pasan los años y nada ocurre. Los vicios y connivencias perversas de nuestros funcionarios del sector justicia se ponen una vez más en evidencia, con un caso emblemático. Uno de esos en que la gente dice: "bueno, por ser de tal clase, en este caso no harán trampas, no habrán tantas suciedades, tanta corrupción." Pero la hacen. Una vez más, ocurre que sale libre el que debe pagar. Y solo queda la justicia divina. Esa que no vemos, pero creemos que existe, por fe.

Y, si, la fe es poderosa y mueve montañas cuando se alinea y se pone a trabajar. 
Pero esos son otros diez pesos, dicen. 

Estoy seguro que usted y yo seguramente podemos contar, entre nuestros conocidos, al menos diez casos en los que hay un delito que ha quedado impune.  Y eso quizá sin contar las veces que quizá usted también ha sido víctima. Un robo, un asesinato, una violación, un abuso, amenazas, lesiones. Ponga usted sus dedos de la mano y vaya contando casos que sabe que ha vivido alguien a su alrededor. Asusta, ¿no?

Cuando cosas malas le pasan a gente que sabemos que ha hecho algo malo, nos alivia. Cuando se hace justicia, cuando se aparta de entre nosotros a quien ha hecho el mal, alivia. La justicia nos trae esa sensación de que algo va bien en el mundo, que algo funciona. Cuando esto no ocurre, cuando caso tras caso se acumulan grandes velos de oscuridad sobre nosotros, respirar se vuelve más pesado, el andar se hace más difícil. El miedo aparece. Y el miedo es una cosa jodida. Lo mismo paraliza que hace huir o hace enfrentar. Las más de las veces paraliza y hace huir.

Cuando hay impunidad en el ambiente, cuando esa impunidad es tan larga como la lista de víctimas de las diversas tragedias que ha vivido este pedazo de mundo desde su fundación hasta hoy - ojo, que la violencia armada es una tragedia - el miedo es cosa diaria. El miedo a ser uno más al que le pasa algo sin que nadie pueda hacer nada al respecto, el miedo que hace dar gracias a Dios a la gente porque sobrevivió un día más, el miedo que hace huir en medio de una madrugada dejando una casa y cosas atrás para intentar ir a sobrevivir a otro lado.

Y el miedo se puede atizar. Cuando uno está asustado, hasta la cosa más leve puede exacerbar la respuesta que ya está ahí. Y nuestros grupos de interés económico y político saben muy bien esto y lo usan de maravilla. La impunidad nos vuelve víctimas aparte de hacernos vivir con miedo de ser víctimas. De ahí que el caso de Katya Miranda y otros casos emblemáticos son importantes, porque cuando en ellos hay justicia abre una rendija de luz en medio de la tiniebla que amenaza con no cegarnos para siempre. Y ese rayo de esperanza bien vale una vida y muchas vidas, la tuya y la mía, invertidas en la gran lucha por la vida, por la paz, por la justicia y la solidaridad que es la fe suya y mía alineadas y puestas a trabajar.

Víctor

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Uno de fe y terquedad

Quiero creer.
Así de sencillo, siempre quiero creer.
Quiero pensar que es posible.
Quiero vencer mi recia armadura mental y sentir que se puede.
Que podemos.
Que vale verga, hay que probar.
Que lo peor que puede pasar es que no pueda, o me digan que no.
Es el ejercicio mental de vencer mi propio escepticismo, la marejada de dudas que llegan, la muy leve confianza.

En ese ir y venir se llega un primero de junio. Hemos votado meses atrás, pensando más que lo menos peor, es que elegimos aquello a lo que más fe pueda ponerse. A pesar de las dudas, a pesar de la desconfianza.

Se llega junio y el traspaso de mando. Pasan cien días, mil días, qué importa. Las cifras, ese fetiche de nuestros días, apuntan siempre cosas jodidas. La gente, azuzada por los gritos y la sangre sobreexpuesta es llevada al cauce a punta de despertar sentimentalismos y angustias encarnadas en las heridas aún abiertas. Gritan, dándose la espalda unos a otros. Sin reconocerse, desconfiando todos de todos.

Arriba, la buitresca, jalando de tendones y pellejos de una patria que aún no está muerta. En medio, los vociferantes, los que suben y bajan el volumen de los gritos según convenga.

Allí, en ese país es donde uno tiene que crecer la fe. Ahí es donde se debe construir. Ahí, justamente donde todos vamos tentando a oscuras, con la afilada daga en las manos.

Ahí se lucha, se cree, se cae y se vuelve a levantar, se construye y se ve caer todo a pedazos. Se sigue picando piedras con la fe de quien apunta a que un día habrá una catedral.

Ahí, arrojados a la barriga del monstruo, construimos. Ahí, donde todo muere, donde la fe la despedazan a dentelladas y luego hacen una fiesta de ello, seguimos adelante.

Aunque nadie mire el color con que manchamos las paredes. Aunque siempre nos quiten el volumen a nuestro grito de fe.

Aquí estamos.


domingo, 7 de septiembre de 2014

Del ruido

Unos días atrás hablaba con alguien del ruido. Ese molesto ruido alrededor de la realidad y del que he hablado otras veces. Un ruido que no te deja pensar y que te atosiga, te ahoga, te quita las ganas de hablar porque reina la insensatez, la mediocridad de opinión y la peor mediocridad interpretativa. Termina cayendo uno en el silencio elegido, en la opción de callar y observar, sabiendo que en la vorágine casi nadie se detiene ya a pensar, que casi nadie quiere escuchar algo que no sea su propia desesperación - muchas veces creada -, que nadie quiere entender, que solo quieren la píldora mágica que vuelva todo como en la publicidad que inunda las mentes de vidas plenas y pulcras, trópicos sin calor que atosiga, amores que no duelen y crisis que se superan a punta de conspiraciones universales de color de rosa.

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Luego pasa lo que pasa. En nuestra cara todo se cae a pedazos y los destructores se ríen mientras juegan con los pedacitos que apenas se habían construido. Y toca ver cómo, entre el ruido, entre la suciedad, adonde parece que nada crece, es menester intentar sembrar, abonar, tirar agua, sacudir el polvo. Algo.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

33, unos apuntes

Los treinta y tres. Inevitable relacionarlo con la edad del buen Jesús y con una suerte de numerología que indicaría que uno ya ha alcanzado cierto punto. La expectativa de la sociedad es así: tenés que tener un cierto éxito, haber hecho esto, tener aquello y esto otro. Pendejadas.

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Sé que no soy indispensable. Que soy único, irrepetible. Que intento ser bueno, hacer lo correcto o mi versión de lo que creo correcto, que es más honesto. Que el humano que he construido hasta el día de hoy me cae bastante bien. Lo veo al espejo y de frente puedo escudriñar su mirada con honesto aprecio. Lo miro y miro su historia y soy capaz de recorrer las múltiples e infinitésimas razones por las que es y está así. Y soy y estoy agradecido por cada una de ellas. El buen Dios, esa fuerza detrás de todo y a quien he ido aprendiendo a aceptar en su insondable voluntad y su absoluta misericordia  me ha concedido cientos, miles de razones para estar ahí, con el corazón caliente a pesar de ver la inmundicia rodeándo(me)(nos).

Soy un privilegiado. He recibido y sigo recibiendo tanto desde tantas partes y apenas puedo digerirlo. Dia a día veo la maravilla de la gente que me quiere, la gente que me recuerda, la gente que estuvo y que me ha olvidado. La gente que a pesar de mis yerros sigue teniendo el abrazo abierto para cuando me atrevo a volver.

Soy un privilegiado. Por eso digo que son pendejadas las expectativas del apartado previo. Mi éxito es poder verme a los ojos. Poder abrir los brazos y dar el mejor abrazo que puedo dar. Ver a mi familia más grande y aún junta. Poder abrir la mano y encontrar la mano de la Bea para seguir caminando. Poder ver a los amigos y saber que alguna vez, algún día recordarán mi nombre con un poco de dulzura, con tantito aprecio. Que alguna vez ayudé queriendo o sin quererlo a cambiar la vida de alguien, a que se sintiera acompañado, comprendido, querido o reafirmado. Saber que alguien siente o sintió en mi, un día, un momento, un segundo, un poco de esperanza.

Eso. Saber que un día caminé por el mundo, por sus vidas y que valió - al menos por un segundo - la pena.

Gracias



Acá, queda una lista con algunas de las músicas sentidas en estos 33 años.